El hombre solo, recién nacido,
extraño a todo, desnudo, con frio, increíblemente desconocido de todo lo que lo
rodea, de los colores y de los espacios, de la cara de su madre y de la forma
de su mano. No sabe cómo se dio el surgimiento de su conciencia, el infinito
negro vacio irrecordable de donde sale todo lo que él es, y de donde se
pregunta todo lo que es. Habla solo en su cabeza con el eco de su propia voz
como único recurso, como cuando al niño que le dejan una pelota en un cuarto
vacio. Esta aquí tirado sin tener de
donde agarrarse, de donde sostenerse, no hay refugio, no hay nada que le diga
de donde viene y adonde puede ir, lo aventaron de la oscuridad, lo mataron,
despertó aquí sin ser avisado, abrió los ojos dentro de esta pesadilla extraña
llena de ojos, pieles y olores. Encerrado, tan encerrado como para morirse de
miedo, con un grito horrible de locura, arrancarse la piel y desmayarse. Con
los ojos congelados de espasmo ve el cielo rojo y el desierto, un animal extraño
al que le dicen perro. No reconoce nada, se escapa en el closet de la casa buscando
la oscuridad de antes, entre la ropa, en un rincón, en su almohada, algo que lo
duerma para no estar aquí, pero las tardes siguen surgiendo eternamente, cotidianamente
llenando de amarillo las cortinas, y de gritos lejanos a las calles, y de sueño
a las ancianas. No, no sabe nada, no sabe qué está haciendo aquí, no hay nadie
que se lo diga, y nadie a quien preguntar, pues los otros igual a él, tan
humanos como él, tampoco lo saben, nadie conoce nada de esta vida, todos están
igual, se inventan o se creen sus propias mentiras para olvidar su soledad, seguir,
y olvidar. Y este hombre duerme obstinadamente pero despierta siempre en la
misma realidad, aun solo, con el vacio en el pecho de despertar en un lugar
ajeno, desconocido, indiferente y ciego, continuo, vive entre todos como todos,
es amigo y hermano, es amante, es padre e hijo, sonríe y habla, porque así
tiene que ser aquí, porque alguna cara hay que poner, pero aun está solo, no se
acostumbra a la vida, no hay voz que lo convenza ni mano que lo salve. También
él sabe que no es único, no es especial ni individual, no, su soledad va más
allá y viene de más allá, de un sentimiento raro y olvidado, es el sentimiento
que se puede ver en los ojos del caballo. Él sabe, algo sabe, algo le grita que
estamos solos al infinito de una inmensidad espantosa incomprensible. Y aquí en
la tierra que quema a sus hijos, él también ha escuchado ya en los ruidos de la
noche todo el sufrimiento unido del mundo, una voz que es todo el silencio como
llanto, desde el primer niño hasta el último hombre, todos solos, traspasándose
nada mas ese último aire, ese mismo aire común que les concedió la existencia,
para después escupirlo en el más insoportable de los suspiros, el más
desgarrador de los lamentos, el que seca la boca y pudre los dientes, el que
aplasta el cuerpo y los genitales hasta el límite que un ser viviente puede
soportar. Es este sufrimiento de todos, el de todos los tiempos, el mismo de
este hombre solo, porque sabe que todos
son igual a él, y que todos en el segundo de su muerte ya estarán tan solos
como él, hablándole al pavimento pues no hay nadie a quien hablarle, este
auxilio sólo se escucha en su cerebro, y de ahí no sale, ensucia sus paredes de
negro, ¿y a quién rogarle? ¿a quién reclamarle la existencia? ¿a quién
insultar? ¿a quién culpar? en qué salvarse si no hay nadie, él bien lo sabe que
no hay dioses, pero aun así con locura desea hablarles, pues algo se tiene que
escuchar, por lo menos la oración que el alma no sabe expresar, lo impensable,
lo que no se puede nombrar, alguien, alguna cosa que explique este tremendo
escenario, por compasión a los hombres, por lastima a su infinita ignorancia. Se
inca con lagrimas y sudor frente al sol, hacia el sol por dirigirse a alguien,
por ser lo más lejano y grande de su vida, pero no puede verlo, los rayos
rompen sus ojos, y queda más ciego, todo se ve rojo, ni siquiera se le da ese
descanso que brinda lo negro. Sin más que lo qué es, se queda ahí tirado con la
boca abierta, como animal tieso esperando su muerte. Aun parece que respira, apenas
alcanza a ver en su estomago el movimiento de abajo a arriba, o es la montaña
que tiene vida, no lo sabe… se confunde con todo, se pierde en todo, ya borroso
no siente qué es la tierra y qué es su piel, qué es él y qué no es, si está
muriendo o está naciendo, si los gusanos se lo comen o él se está convirtiendo
en ellos, se diluye en la lluvia, como eterno, en el olor de las vacas, en el
pasto donde una niña salta, sale del árbol, en el sabor de las manzanas, y sin
saberse se esfuma su soledad junto con él cada mañana.
Iván Lavín.
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